La figura de San Miguel, una criatura celestial, de naturaleza superior a la los hombres y cercana a la divinidad, destaca como constante en la iconografía de portadas, retablos esculpidos y pintados y diversos objetos de orfebrería para uso litúrgico, siempre ocupando un lugar destacado entre unos pocos santos de especial devoción. Las imágenes de San Miguel que pueden verse en el Museo Diocesano de Barbastro-Monzón, del siglo XIII al XVIII, del Románico al Barroco, son una pequeña muestra del arraigo de la devoción al arcángel en tierras Altoaragonesas y dan cuenta de cómo su significación se adaptó a los tiempos.
San Miguel es uno de los siete arcángeles, ocupa entre ellos el más alto lugar y la Biblia le llama «Príncipe» (Daniel 10, 13). Según la tradición, San Miguel desempeña una importante tarea en el Juicio Final: las buenas y malas acciones de los hombres, en el momento de la muerte, serán pesadas en los platillos de una balanza que Satanás tratará de desequilibrar para conseguir la condenación del alma. Esta escena recibe el nombre de “psicostasis”.
El papel de San Miguel era semejante al desempeñado por otras divinidades paganas encargadas de pesar las acciones del alma de los muertos y conducirlas hacia la vida o al castigo eternos.
Según la mitología egipcia, el espíritu del fallecido era guiado por el dios Anubis ante el tribunal de Osiris, y Toth era el encargado de calibrar en la balanza el bagaje de virtudes del difunto. En uno de los dos platillos se depositaba su corazón para contrapesarlo con la pluma de Maat, símbolo de la Verdad y la Justicia, situada en el otro platillo. El corazón no debía ser más pesado que la pluma. Si la sentencia de Osiris era afirmativa, el difunto podría vivir eternamente. Pero si el veredicto era negativo, sería arrojado a la devoradora de los muertos, un ser monstruoso que acababa con él y con su condición de inmortal.

Fue el ritual egipcio lo suficientemente perdurable en el tiempo, como para ser conocido por los griegos y por los romanos, quienes con más o menos transformaciones lo adaptaron a sus creencias, aparte de reintroducir la balanza como signo de Justicia , símbolo que ha permanecido hasta nuestros días. Así, durante la época helenística y romana, Hermes-Mercurio se convirtió en el mensajero de los dioses y en el encargado de ejecutar el pesaje de las almas.
El culto al Arcángel San Miguel nació con toda probabilidad en la Iglesia Copta, fundada en Egipto en el siglo I y es probable que en los primeros siglos del cristianismo las creencias egipcias, en lo que se refiere a la “psicostasis”, se sincretizaran o transfirieran a la tradición cristiana. Además, los cristianos coptos dieron carácter de canónicos a escritos que el cristianismo romano proclamó como apócrifos, entre otros la “Historia de José el Carpinetro” (fines del siglo IV), el “Testamento de Abraham” (siglo II) o el llamado “Libro de Henoch,” (siglo II a. de C.), en el que se narraba cómo San Miguel, al final de los tiempos, pesaría las almas de los mortales decidiendo quiénes se salvarían y quiénes recibirían el castigo eterno.
Sin embargo, en la Biblia, las referencias a la “psicostasis” son escasas y sólo parecen en el Antiguo Testamento. «¡Péseme Dios en balanza justa, y Dios reconocerá mi integridad!» (Job 31, 6); «Tú has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso» (Daniel 5, 27).
Sí aparecen en los textos de Juan Crisóstomo, San Ambrosio o Dionisio Areopagita, entre otros. En la primera mitad del siglo VII se difundió la “Vida de Juan el Limosnero”, que recogía la historia de un recaudador de impuestos que era sometido en sueños a la prueba de la balanza; no teniendo nada que arrojar en el platillo de las buenas acciones, la salvación le vino de la mano de un ángel que arrojó al platillo un mendrugo de pan que había dado a un pobre.
La escena de la “psicostasis” se da por primera vez en el arte en el siglo X en el entorno bizantino, y en el mundo occidental hacia las mismas fechas, en la cruz irlandesa de Muiredach. A partir del siglo XII esta escena se empezaría a recrear con asiduidad en la escultura y la pintura, acompañado la representación del Juicio Final.

Y en ese contexto la encontramos en las pinturas del ábside de San Vicente de Vio. Se trata de un conjunto de pintura mural románico tardío (siglo XIII) que quedó visible al ser destruido en 1936 el retablo tras el que se ocultaba. Representa un Pantocrátor, rodeado de las figuras de los Tetramorfos (símbolos de los Evangelistas), y de las escenas del martirio de san Vicente en la rueda y de la Adoración de los Magos. En la parte frontal del arco se representan escenas alusivas al Juicio Final: la llamada a la resurrección de los muertos, dos ancianos tañendo vihuelas en representación de los veinticuatro ancianos del Apocalipsis y la “psicostasis”, escena de la que sólo se ha conservado la parte inferior. San Miguel, vestido con una túnica, se identifica gracias a sus alas. Es visible uno de los platillos de la balanza en el que se aprecia una figurilla desnuda en actitud orante, representando a las buenas acciones. Unas patas peludas similares a las de un macho cabrío parecen salir en dirección contraria, quizá para huir del lanzazo que el Ángel dirige contra su espalda.
En época medieval muchas aldeas, iglesias, capillas y cofradías se pusieron bajo la protección de San Miguel, de ahí la proliferación de retablos e imágenes a él dedicadas.
Las tablas de San Miguel Arcángel y la de San Gregorio que se exponen en la sala de pintura gótica del Museo, formaron parte de un retablo de procedencia desconocida. La tradición relaciona a ambas figuras en un episodio que tuvo lugar en el siglo VI (año 590) cuando el papa San Gregorio Magno encabezaba una procesión solicitando el fin de la peste que asolaba Roma. Entonces, sobre el Mausoleo de Adriano, se apareció el arcángel que, envainando su espada, puso fin a la epidemia. Para conmemorar aquel acontecimiento se le consagró una capilla, pasando a llamarse desde entonces Castillo de Sant ´Angelo.

Ambas tablas fueron realizadas en la segunda mitad del siglo XV y se han relacionado con el círculo de Pedro García de Benabarre. La intensa actividad artística del autor aragonés en las provincias de Huesca y Lérida, le convirtió en un modelo a imitar y su estilo perduró en el Alto Aragón oriental y en toda la provincia de Lérida, hasta comienzos del siglo XVI. Contó con un acreditado taller de pintura en Barbastro, donde disfrutó de la amistad con otros destacados pintores, como los Abadía, Pascual Ortoneda, Pau Reg o Franci Baget y su estela la siguieron otros como Pedro Espelargues, su hijo Bartolomé García de Benabarre y el todavía anónimo maestro de Viella, al que se ha atribuido el retablo de San Miguel procedente de Abi, de fines del siglo XV.

En ambas pinturas, San Miguel pesa en la balanza las buenas y malas acciones de los hombres, representadas como dos figuritas blancas. Satanás trata de desequilibrarla para conseguir la condenación del alma. El santo no lleva la túnica que le identificaba durante el periodo románico; desde el siglo XV, como paladín de los ejércitos celestiales, se le representó como un militar, con armadura y blandiendo una lanza. Las alas dejan clara su naturaleza de arcángel y evitan la confusión con otros santos guerreros, como San Jorge.
El suave y delicado modelado del sereno rostro del arcángel, de párpados caídos, contrasta con el oscuro semblante del demonio vencido, representado como un monstruo antropromorfo e híbrido, con tres cuernos retorcidos, seis cabezas, patas de ave y alas de murciélago. Es un ser horrendo, cuya fealdad expresa su maldad.
El arte del último gótico intentaba acercar lo pintado al mundo real, de ahí el interés por el detalle y por la representación de las calidades táctiles de las superficies: el frío reflejo metálico de la armadura, el relieve de la cota de malla, los adornos de la diadema, o los broches de la capa, la suavidad de las plumas de las alas y los cabellos, o el azul de azurita que en origen daría a la capa la apariencia del terciopelo. El gusto por la suntuosidad de la pintura aragonesa de fines del XV, queda bien patente en los brocados de la capa y los fondos dorados con aplicaciones de yeso en relieve de tipo vegetal. Junto con el predominio de los colores brillantes e intensos, da lugar a imágenes de gran impacto.
Pese al empleo del oro en el fondo, que nos remite al mundo gótico, hay un intento de crear la ilusión de profundidad mediante la representación del enlosado en fuga hacia el fondo, aunque no se ha resuelto de una manera científica, sino empírica e intuitiva. Estos suelos de azulejos con motivos florales son muy frecuentes en la pintura gótica aragonesa y reproducen solerías reales.
Durante la segunda mitad del siglo XV se tiene constancia de la existencia de un taller de imaginería que proveyó de imágenes para el culto a numerosas localidades altoaragonesas. Para Troncedo, se realizaron tres tallas que representan a la Virgen, a Santa Bárbara y a San Miguel. Las tres ofrecen evidentes similitudes en su técnica, estilo y en el tratamiento de los rostros.

La imagen de San Miguel de Troncedo ha perdido el brazo que alzaba, quizá blandiendo al espada. También ha perdido las alas, aunque conserva el hueco que se le practicó en la parte posterior para acoplarlas a la imagen. La cabeza del joven de melena dorada y rizada, se ciñe con una diadema. Sus ojos, entreabiertos, son azules y su boca es pequeña. Recuerda al modelo de belleza difundido en las corrientes estilísticas europeas a mediados del siglo XV.
El santo se cubre con una capa roja sujeta con un broche y delicadamente decorada, a base de placas de estaño grabado y aplicadas a modo de orla decorativa para imitar con realismo los tejidos enriquecidos con cenefas de hilos de plata y oro. El efecto era de una gran suntuosidad.
Bajo la capa viste una armadura. El pecho se protege con un peto, del que cuelga el faldar, compuesto por unas tiras cilíndricas. Por debajo asoma una cota de malla terminada en dientes de sierra. A cada extremidad se acopla la pieza correspondiente: al brazo, el guardabrazo; al antebrazo, el avambrazo; al muslo, el quijote; y a la pierna, la greba o canillera. A las articulaciones se amoldan los codales y las rodilleras.
El Diablo, que ha adquirido forma de dragón alado, se revuelve contra el santo que le ha derrotado con una lanza, que tal vez portara en la mano izquierda.
Esta talla es una excelente representación del auge que alcanzó la devoción a San Miguel en tierras altoaragonesas en los siglos medievales, como defensor del bien frente al mal y con él, la demanda de imágenes para el culto de los fieles.
Predela del retablo de Yeba. S. XVI. Museo Diocesano de Barbastro-Monzón
A la misma iconografía responde el San Miguel de la predela del retablo de Yeba, renacentista, del siglo XVI. Desenvaina la espada y sujeta a la vez la balanza. En uno de los platos se han representado las buenas acciones del alma, simbolizadas por una figurita blanca desnuda, en actitud orante. El demonio, cuya piel recuerda el aspecto húmedo, verde y viscoso de los sapos, emerge de la esquina inferior para estirar con la garra el platillo, donde otra figurita blanca se repliega sobre sí misma ante la visión del ser horripilante.

A partir del siglo XVI, la “psicostasis” estará cada vez menos presente en la iconografía de San Miguel. En el fragmento del guardapolvo del retablo de Buisán, vestido con armadura y capa roja, San Miguel desenvaina la espada y se sirve de un escudo de cristal para apartar de sí al demonio, que yace vencido en el suelo. Aquí se ha representado como un ser de aspecto antropomorfo, con cuernos, rabo y garras.
San Miguel es también el paladín que dirigió a los ejércitos celestiales en su lucha contra los ángeles rebeldes. «Y hubo una batalla en el Cielo: Miguel y sus Ángeles se levantaron a luchar contra el Dragón. El dragón presentó batalla y también sus ángeles combatieron pero no prevalecieron y no hubo ya en Cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la antigua serpiente, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero» Apocalipsis 12,7-9. Su victoria celestial le acreditaba como el mejor guerrero y el único capaz de vencer al Mal en el nombre de Dios.

En un pequeño fragmento del retablo de San Vicente de Vio (siglo XVI) se narra la gran batalla del Cielo. En el profundo azul se han abierto las nubes tras las que asoma la imagen del Padre Eterno, despidiendo luz, bendiciendo y portando la esfera de cristal que simboliza el Universo. Los ángeles que integran el ejército celestial, vestidos con túnicas y armados con escudos y lanzas, se agrupan tras su paladín, San Miguel, vestido con cota de malla, armadura y capa y mostrado en el momento en que alancea al demonio. La armonía cromática, el ritmo del dibujo y la delicadeza de la pincelada se suman a la habilidad técnica del pintor al plasmar las calidades de los objetos, perceptibles en el brillo de las perlas, los reflejos metálicos de la armadura o la transparencia del cristal del escudo y del broche del santo.

Entre la filigrana vegetal de plata que decora la cruz de Pallaruelo, casi pasa desapercibida la pequeña figurita de san Miguel, armado con escudo, cota de malla y coraza, que alza la espada triunfante sobre el Maligno. Se trata de una cruz flordelisada en la que se combinan los elementos decorativos de tradición todavía gótica, con los temas renacentistas. Es de plata sobredorada y fue realizada en un taller de Monzón en el siglo XVI.

Durante el periodo barroco se le atribuyó a san Miguel un nuevo papel, el de defensor de la Iglesia contra la herejía protestante, pero su iconografía apenas sufrió cambios. Como muestra el San Miguel de Tricas (primera mitad del siglo XVIII), sólo la armadura cambió para adaptarse a la moda de esta época, en la que los santos guerreros se vestirán como caballeros a lo romano, en vez de con la armadura medieval. Porta en la cabeza un casco emplumado y colorido. Protege su pecho con una loriga, hecha a base de pequeñas piezas metálicas. La parte superior de las piernas se cubre con un faldellín corto que deja al descubierto las rodillas y lleva grebas en las piernas. Un manto rojo, como es habitual, cuelga sobre su hombro derecho. En la mano izquierda sólo le queda la empuñadura de la espada y ha perdido el elemento que portaba en la derecha.
Este caballero a lo divino, vestido como un comandante romano, ha vencido al ser monstruoso e híbrido, con cola en forma de serpiente, que se retuerce bajo sus pies. Al saberse vencido, está profiriendo un último grito y abre violentamente las fauces para mostrar sus afilados colmillos.
Estas imágenes que se muestran en el Museo Diocesano son ventanas que nos permiten asomarnos al pasado, y nos ofrecen la posibilidad de acercarnos al pensamiento y a la visión del mundo de quienes nos precedieron, desde el universo simbólico del románico a la teatralidad del barroco.