El Crismón que custodiaba la Catedral de Barbastro, pieza realizada en el siglo XIII y cuya ubicación original se desconoce, se integra desde esta semana en la colección permanente del Museo Diocesano de Barbastro Monzón.
El próximo jueves 10 de noviembre a las 19:30 en el Salón del Museo se presentará la pieza, con una conferencia a cargo de Antonio García Omedes. María Puértols Clavero, restauradora, explicará el proceso de recuperación de la policromía y los trabajos de restauración llevados a cabo en el taller del Museo.
El Crismón es una de las piezas que mejor encarna el simbolismo del arte medieval. Es el monograma de Cristo en griego, formado por las dos primeras letras de su nombre, X y P. Se completa con la primera y última letras del alfabeto griego, alfa y omega, que aluden a la infinitud de Dios, principio y fin de todas las cosas. Éstas penden de un travesaño central alusivo a la cruz de Cristo. La S , letra final del anagrama XRISTOS, suele enlazarse con el astil de la P. Esta S también puede hacer referencia al Espíritu Santo, con lo que se otorgaría al crismón un sentido triniario, como afirmación contra las herejías que cuestionaban el Dogma de la Trinidad o de la naturaleza Divina de Cristo.
Todo el conjunto se encierra en un círculo, símbolo de la inmutabilidad y perfección divinas.
Dos ángeles sujetan el crismón mientras pisan dos seres fantásticos que encarnan el mal. Se trata de mandícoras.
Los crismones suelen colocarse en los tímpanos de las portadas románicas y por ello, la pieza presenta a menudo forma semicircular. El de Barbastro, del cual se desconoce la ubicación para la que fue realizado, tiene forma rectangular.
Los crismones más antiguos son del siglo XI y se usarán hasta el siglo XIII, época en la que se realizó el de Barbastro.
Entre otras particularidades, en el centro, inscrito en el interior de una estrella de ocho puntas, hay un Agnus Dei, Cordero de Dios, que representa la inmolación por antonomasia, rememora el cordero pascual que salvó a los primogénitos judíos en Egipto, el cordero del Sacrificio de Isaac y es citado en el Apocalipsis, para representar a Cristo, muerto y resucitado.
La pieza destaca por la calidad de la talla, de gran profundidad, su finura de ejecución y su preciosismo. Pero sin duda, lo que más llama nuestra atención es la policromía con la que ha llegado a nosotros. Aunque no es la original del periodo románico, nos aproxima de manera muy fiel al aspecto que debían presentar los templos medievales, que no se daban por concluidos hasta que columnas, portadas, canecillos y capiteles, hubieran recibido la decoración pintada. Acostumbrados a los muros desnudos de piedra vista, esta pieza, que vibra con la intensidad de sus azules y rojos y con el brillo de los oros, supone una pequeña ventana por la que podemos asomarnos al mundo medieval.